Historia Argentina: POLITICA ECONOMICA Y SOCIAL

miércoles, 20 de agosto de 2008

POLITICA ECONOMICA Y SOCIAL

Política Económica y social

La economía Argentina era poco eficiente debido a la alta protección que recibía el mercado local, y al subsidio que, bajo formas variadas, el Estado otorgaba a distintos sectores económicos; el déficit crónico de un Estado excesivamente pródigo, que para saldar sus cuentas recurría de manera habitual a la emisión monetaria, con su consiguiente secuela de inflación. Se cuestionaba todo un modo de funcionamiento, iniciado en 1930 y consolidado con el peronismo. Algunos discutían si la crisis era intrínseca a ese modelo, o si se debía al prodigioso endeudamiento externo generado durante el Proceso, que colocó al Estado a merced de los humores de acreedores y banqueros. Pero la conclusión era la misma: la inflación y el endeudamiento.

La receta que difundían el FMI, el Banco Mundial y los economistas de prestigio era simple. Consistía en reducir el gasto del Estado al nivel de sus ingresos genuinos, retirar su participación y su tutela de la economía y abrirla a la competencia internacional: ajuste y reforma. En lo sustancial, ya había sido propuesta por Martínez de Hoz en 1976, aunque su ejecución estuvo lejos de estos supuestos.

Los grandes grupos económicos

Partidarios genéricos de estas medidas, pero reacios a aceptarlas en aquello que los afectara específicamente. También las enfrentaron quienes -no sin razones- asociaban las reformas propuestas con la pasada dictadura militar. Bajo el gobierno de Alfonsín, en su último tramo, se admitió la necesidad de encarar ese programa: hubo una cierta apertura comercial, y un proyecto de privatizar algunas empresas estatales, que chocó en el Congreso con la oposición del revitalizado peronismo y la reluctancia de muchos radicales. La crisis de 1989 allanó el camino a los partidarios de la receta reformista: según un consenso generalizado, había que optar entre algún tipo de transformación profunda o la simple disolución del Estado y la sociedad.

Menem debía ganarse su apoyo. Un punto tenía a su favor: su incuestionable voluntad política, él había ejercido largamente gobernación de La Rioja, pero de un modo tan esporádico que casi era un gobernador absentista. En cambio, lo rodeaba un séquito más que dudoso de aventureros y arribistas. Menem fue fiel a lo más esencial de éste: el pragmatismo. Menem apeló a gestos casi desmedidos: se abrazó con el almirante Rojas, se rodeó de los Alsogaray -padre e hija-, y confió el Ministerio de Economía sucesivamente a dos gerentes del más tradicional de los grupos económicos —Bunge y Born—, que según se decía traía un plan económico mágico y salvador.

Menem y sus colaboradores directos estuvieron dando examen ante los "mercados". Menem hizo aprobar por el Congreso dos grandes leyes: la de Emergencia Económica suspendía todo tipo de subsidios, privilegios y regímenes de promoción, y autorizaba el despido de empleados estatales. La Ley de Reforma del Estado declaró la necesidad de privatizar una extensa lista de empresas estatales y delegó en el presidente elegir la manera específica de realizarlas. Poco después, el Congreso autorizó la ampliación de los miembros de la Corte Suprema; con cuatro nuevos jueces el gobierno se aseguró la mayoría y aventó la posibilidad de un fallo adverso en cualquier caso litigioso que generaran las reformas.

Se concentró en la rápida privatización de ENTEL, la empresa de teléfonos, y de Aerolíneas Argentinas. Todo se hizo rápido, de manera desprolija e incluso a contrapelo de otras intenciones declaradas, como fomentar la competencia. Se aseguró a las nuevas empresas un sustancial aumento de tarifas, escasas regulaciones y una situación monopólica por varios años. En términos parecidos, en poco más de un año se habían privatizado la red vial, los canales de televisión, buena parte de los ferrocarriles y de las áreas petroleras.

Ante el déficit fiscal, el problema más urgente, no hubo ambigüedades: se trataba de recaudar más, y rápidamente, aumentando los impuestos más sencillos -al Valor Agregado y a las Ganancias— sin considerar dos cuestiones que las propuestas reformistas solían atender: la mejora del ahorro y la inversión, y algún criterio de equidad social

En los dos primeros años el gobierno no logró alcanzar la estabilidad. La inflación se mantuvo alta, y los grandes grupos empresarios, pese a que nominalmente apoyaban al gobierno y aún participaban de sus decisiones, siguieron manejando su dinero de acuerdo con sus conveniencias particulares. Erman González, nuevo ministro de Economía, la conjuró con una medida drástica: se apropió de los depósitos a plazo fijo y los cambió por bonos de largo plazo en dólares: el Plan Bonex. González, un oscuro contador riojano, del círculo más íntimo del presidente, recibió los consejos de los bancos acreedores y de Alvaro Alsogaray y aplicó una receta conocida: "se sentó sobre la caja", restringió al máximo los pagos del Estado y la circulación monetaria. Redujo así la inflación, pero a costa de una fortísima recesión que, al cabo de un año, había vuelto a deprimir fuertemente los ingresos fiscales.

En las privatizaciones quienes rodeaban al presidente manejaban información privilegiada y la posibilidad de impulsar algunas decisiones de gobierno, uno de los mayores escándalos de corrupción fue el Swiftgate, que involucró a una empresa de Estados Unidos y ante el escándalo hubo rotaciones de gabinete. A principios de 1991 asumió en el ministerio de Economía Domingo Caballo.

Hizo aprobar la trascendente Ley de Convertibilidad. Se establecía una paridad cambiaría fija: simbólicamente, un dólar equivaldría a un nuevo "peso", y se prohibía al Poder Ejecutivo no sólo modificarla sino emitir moneda por encima de las reservas, de modo de garantizar esa paridad. El Estado, que tantas veces había emitido moneda sin respaldo para superar su déficit -lo que finalmente llevaba a una devaluación-, se ataba las manos para con vencer de sus intenciones a los "operadores", y a la vez renunciaba a su principal herramienta de intervención en la economía. A ella siguió otra decisión igualmente categórica: la reducción general de aranceles -cayeron a una tercera parte de su anterior valor-, que concretaba la tantas veces anunciada apertura económica. y daba fe de la seriedad con que sería encarado el programa reformista. Los resultados inmediatos fueron muy exitosos: terminó la huida hacia el dólar, volvieron capitales emigrados, bajaron las tasas de interés, cayó la inflación, hubo una rápida reactivación económica y mejoró la recaudación fiscal. En ese contexto, y merced al rescate de títulos de la deuda hechos con las privatizaciones, al año siguiente se logró el acuerdo con los acreedores externos, en el marco del Plan Brady: la Argentina volvió a ser confiable para los inversores.

Pese a la voluntad reformista, no era seguro que el Estado lograra equilibrar sus cuentas; un poco lo logró por una mejora en la recaudación: Entre 1991 y 1994 entró al país una masa considerable de dólares, con los que el Estado saldó su déficit, las empresas se reequiparon y, por vías indirectas, la gente común incrementó su consumo. Este flujo generó optimismo y confianza, y disimuló los costos de la reforma: el "ajuste estructural" dejó de parecer penoso, la convertibilidad logró amplio consenso, y el gobierno se impuso holgadamente en su primer compromiso electoral, a fines de 199.Bajo la conducción del ministro Cavallo, un economista de formación ortodoxa, con fuerte vocación política, que había hecho sus primeras armas como funcionario en 1982, cuando estatizó y licuó la deuda externa de las empresas. Cavallo incorporó al gobierno un número importante de economistas y técnicos de alta capacidad profesional y escasa experiencia política, lo dirigió de manera coherente y disciplinada, y lo proyectó a diversas áreas del gobierno, que fue colonizando sistemáticamente

Cavallo avanzó con firmeza en las reformas, pero las llevó adelante con más prolijidad. Se continuó con la venta de las empresas del Estado, pero la privatización de las de electricidad, gas y agua incluyó garantías de competencia, mecanismos de control y hasta venta de acciones a particulares; incluso se previo la participación de los sindicatos en algunas de las nuevas empresas, con lo que se ganó la buena voluntad de los gremialistas. YPF, la más emblemática de las empresas estatales, fue privatizada, pero el Estado conservó una cantidad importante de acciones, y los ingresos obtenidos se destinaron a saldar las deudas con los jubilados, lo que atenuó posibles resistencias.

Se encaró la reforma del régimen previsional, cambiando sustancialmente su sentido: en lugar de fundarse en la solidaridad de los activos con los pasivos, cada trabajador pasaría a tener su cuenta de ahorro propia, administrada por una empresa privada; se esperaba que sirviera para movilizar, a través de esas empresas, una importante masa de ahorro interno, con la reforma de los regímenes laborales, un campo en que el gobierno, enfrentado con los sindicatos, apenas avanzó, y con la desregulación de las obras sociales, otro tema crucial para los sindicalistas. Con los gobiernos de las provincias se firmó un Pacto Fiscal, para que acompañaran la política de reducción de gastos, pero se tuvo una amplia tolerancia con una serie de recursos que esos gobiernos utilizaban para paliar los efectos del ajuste y practicar el clientelismo político.

se expandió el consumo, gracias a sistemas crediticios con cuotas pactadas en dólares, la inflación cayó drásticamente -aún podían recordarse las tasas insólitas de 1989 y 1990-, creció la actividad económica y el Estado mejoró su recaudación y hasta gozó de un par de años de superávit fiscal, en buena medida debido a los ingresos por la privatización de las empresas

El desempleo.

Cada privatización estuvo acompañada de una elevada cantidad de despidos. Como fruto de una larga colusión de intereses entre administradores y sindicalistas, las empresas estatales habían acumulado una buena cantidad de empleados que, considerados con los nuevos y estrictos criterios gerenciales, resultaban excedentes. Los efectos se disimularon al principio, por las importantes indemnizaciones pagadas, pero explotaron a partir de 1995. En cuanto a las empresas privadas, la apertura económica colocó a todas aquellas que competían con productos importados en la perentoria necesidad de reducir sus costos, racionalizar sus procesos productivos o sucumbir: debido a la sobrevaluación del peso, los salarios, medidos en dólares, eran elevados.

Si las empresas quebraban, dejaban a todo el mundo en la calle; si mejoraban su rendimiento, incorporaban maquinaria más compleja —aprovechando los créditos fáciles— o racionalizaban el trabajo, se llegaba al mismo punto: trabajadores que sobraban. En este aspecto fue decisiva la flexibilización de las condiciones laborales; se produjo de hecho, y la posibilitó la baja capacidad de resistencia de las organizaciones sindicales, que cuando recurrieron a la huelga fueron ominosamente derrotadas, otros sectores eran golpeados por el congelamiento de sus haberes, como los empleados estatales o los jubilados, por el encarecimiento de los servicios públicos, debido a la privatización de las empresas, por el cierre de sus establecimientos, como muchos empresarios pequeños o medianos, o por los cortocircuitos financieros de varios gobiernos provinciales pese al rápido auxilio del gobierno nacional: en Santiago del Estero, Jujuy o San Juan se produjeron las primeras manifestaciones públicas y violentas de descontento por el nuevo orden.

Los sectores exportadores, perjudicados por un peso sobrevaluado -nadie consideraba que la convertibilidad pudiera ser siquiera corregida-, recibieron subsidios, reintegros y compensaciones fiscales. Los afectados de mayor envergadura, las empresas que habían sido contratistas del Estado, recibieron el premio mayor: participar en condiciones ventajosas de las privatizaciones

Por entonces los sectores empresariales ya podían advertir los límites de la transformación, mucho más eficaz en la destrucción de lo viejo que en la construcción de lo nuevo una parte de las empresas -las más grandes, las que tenían acceso más fácil a los créditos- se había reestructurado eficientemente; sin embargo, sus posibilidades de exportar e integrarse eficientemente en el mercado global estaban restringidas por la sobrevaluación del peso -encadenado a un dólar que por entonces se revaluaba-, que encarecía sus costos. Ya no podían influir sobre el precio de los servicios o los combustibles, que antes se fijaban con criterios políticos, pero sí podían tratar de reducir los costos salariales, que en términos comparativos eran elevados, aunque los beneficiarios no lo apreciaran.

Por los mismos motivos, los estímulos a la importación eran muy fuertes: el alud de productos extranjeros arrasó con una buena parte de las empresas locales, y generó un déficit comercial abultado. También crecía el déficit fiscal, entre otras causas por la reaparición de mecanismos de asistencia a los exportadores. Para sobrevivir día a día, enjugar el déficit y honrar los compromisos con los acreedores, fijados en el Plan Brady, eran indispensables nuevos préstamos. La decisión sobre ellos ya no reposaba en los grandes bancos, ni dependía enteramente del aval del Fondo Monetario internacional, instituciones con alguna preocupación económica general: en la nueva economía, las masas de inversiones altamente volátiles dependían de las decisiones de managers de fondos mutuales o fondos de inversión, a la búsqueda, día a día, del rendimiento más alto en cualquier rincón del mundo, y desinteresados por cualquier política de largo plazo. Factores absolutamente ajenos a la situación local -como la oscilación de la tasa de interés en Estados Unidos-los hacía traer o llevar su dinero, y eso les daba una gran capacidad de presión. Cualquier oscilación produciría una cascada de efectos desastrosos. En realidad, gracias a la convertibilidad había reaparecido la vulnerabilidad exterior, característica de la economía de cien años atrás.

Jefatura exitosa

Menem se dedicó a adueñarse del poder del Estado, trastocando o subvirtiendo algunas de sus instituciones. Las dos leyes ómnibus iniciales, destinadas a afrontar la crisis económica, le dieron importantes atribuciones, que manejó discrecionalmente, y la ampliación de la Corte Suprema le aseguró una mayoría segura; la Corte falló en favor del Ejecutivo en cada situación discutida, y hasta avanzó por sobre jueces y Cámaras, mediante el novedoso recurso del per saLtum. En la misma línea de eliminar posibles controles y restricciones, el presidente removió a casi todos los miembros del Tribunal de Cuentas y al Fiscal General -el prestigioso Ricardo Molinas-, nombró por decreto al Procurador General de la Nación, redujo el rango institucional de la Sindicatura General de Empresas Públicas y desplazó o reubicó a jueces o fiscales cuyas iniciativas resultaban incómodas. Usó ampliamente vetos totales y parciales, y Decretos de Necesidad y Urgencia. Llegó, inclusive, a considerar la posibilidad de clausurar el Congreso y gobernar por decreto. Menem se concentraba en la política pero no se interesaba específicamente en ninguna cuestión de la administración.

La fidelidad se retribuía con protección e impunidad, hasta donde era posible. Pero además el jefe, dueño del botín, lo distribuía generosamente: tal fue siempre el verdadero atributo del mando. La corrupción, ampliamente usada para limar resistencias y cooptar adversarios, cimentó un pacto entre los miembros del grupo gobernante, tan sólido como el pacto de sangre que unió a los militares durante la dictadura. La corrupción se practicaba ostentosamente. Luego, la corrupción se normalizó; así como se encontró la manera de estabilizar la economía, también se aprendió a transferir discretamente los recursos públicos a los patrimonios privados. Distintos personajes notables, representantes de los grandes lobbies o iniciadores de una fortuna nueva, tenían acceso privilegiado a las decisiones del gobierno y destinaban parte de los beneficios obtenidos a vastas "cajas negras", cuyo contenido se redistribuía ampliamente, según normas -no públicas- de rango y jerarquía.

En suma, técnicamente hablando, el país estuvo gobernado por una banda.

E1 talento político de Menem se manifestó, sobre todo, en su capacidad para hacer que el peronismo aceptara las reformas.

Luego de la derrota de 1983, y aceptadas las nuevas condiciones que la democracia planteaba a la política, habían abandonado progresivamente sus características de "movimiento", sólidamente anclado en las organizaciones gremiales, para convertirse en un partido de forma más convencional, con comités, organizaciones distritales y una conducción nacional elegida por voto directo. Los triunfos electorales, y el control de gobernaciones e intendencias, permitieron a los cuadros políticos independizarse de las cajas gremiales, de modo que disminuyó el peso de los sindicalistas.

Entre los sindicalistas, Saúl Ubaldini reivindicó la tradición histórica, dividió la CGT e intentó nuclear a los más directamente golpeados por las reformas, como los trabajadores estatales o los telefónicos. Pero Menem logró la adhesión de otros sindicalistas, que advirtieron los beneficios de plegarse a la política reformista, y sobre todo los costos de no hacerlo; muchos dirigentes obtuvieron beneficios personales, y algunos gremios como Luz y Fuerza, transformados en organizaciones empresarias, participaron en las privatizaciones. El grueso de los dirigentes sindicales, encabezados por Lorenzo Miguel, mantuvo una prudente distancia, hasta comprobar la solidez de la jefatura de Menem; entonces la acataron.

Fuera del peronismo, la oposición política fue mínima En rigor, los radicales no sabían cómo enfrentar a Menem, que llevaba adelante de manera brutal pero exitosa la política reformista encarada por Alfonsín en 1987; las diferencias en su ejecución, aunque eran importantes, no alcanzaban para sustentar un argumento opositor

En 1990 Menem clausuró el flanco militar, indultándolos a fines de 1989, dentro de su política más general de reconciliación, y a fines del año siguiente indultó a los ex comandantes, condenados en 1985, pese a la fuerte movilización en contra de la medida.

Asumió el mando del Ejército el general Martín Balza, que acompañó a Menem hasta el final de su segundo gobierno. Menem encontró un jefe notable, que mantuvo la disciplina y la subordinación del Ejército en medio de circunstancias difíciles. El presupuesto militar fue drásticamente podado, en el contexto del ajuste de los gastos estatales, y se privatizaron numerosas empresas militares En 1994 en el cuartel de Zapala murió un conscripto -Ornar Carrasco-, víctima de malos tratos; el escándalo, cuando Menem preparaba su reelección, culminó en la supresión del servicio militar obligatorio y su reemplazo por un sistema de voluntariado profesional En 1995, sorpresivamente, Balzaj realizó la primera autocrítica de la acción del Ejército en la represión, y afirmó que la "obediencia debida" no Justificaba los actos aberrantes cometidos; se trataba de la primera autocrítica, y aunque la declaración de Balza no tuvo un eco clamoroso entre sus camaradas, contribuyó al comienzo de la revisión de lo actuado durante el Proceso.

Un apoyo similar encontró Menem en la Iglesia, en la figura del cardenal Antonio Quarracino, arzobispo de Buenos Aires. Un grupo de los obispos, que creció a medida que se agudizaban los efectos del ajuste y la reforma, se hizo vocero del amplio sector de las víctimas y reclamó del gobierno políticas de sentido social. Quarracino moderó este coro de disconformes, y evitó pronunciamientos masivos de la Conferencia Episcopal; en cambio, Menem lo acompañó en la defensa de las posiciones más tradicionales, sostenidas por el Papa, como el rechazo del aborto y el "derecho a la vida".

Menem estableció excelentes vínculos personales con George Bush, los recreó rápidamente con Bill Clinton, y pudo acudir a ellos en busca de respaldo.

editar brevemente la política exterior

La reelección

Menem comenzó a hablar de la reforma constitucional que lo habilitara para ser reelecto la idea de la reforma, destinada sobre todo a modernizar el texto constitucional —pero sin descartar la cuestión de la reelección-, había sido lanzada en 1986 por Alfonsín, sin lograr el apoyo del peronismo. Sorpresivamente, en noviembre de 1993 Menem y Alfonsín se reunieron en secreto y acordaron las condiciones para facilitar la reforma constitucional: Esta habría de contener la cláusula de reelección y una serie de modificaciones impulsadas por la UCR con ánimo de modernizar el texto y reducir el margen legal para la hegemonía presidencial.

Éstas eran la elección directa, con balotage, la reducción del mandato a cuatro años, con la posibilidad de una reelección —pero sin vedar la electividad futura-, la creación del cargo de Jefe de Gobierno, la designación de los senadores por voto directo, incluyendo un tercero por la minoría, la elección directa del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, la creación del Consejo de la Magistratura, para la designación de los jueces, y la reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia.

Jefatura decadente

A lo largo de 1994, mientras se reformaba la Constitución, empezaron a notarse las dificultades que provocaba la suba de las tasas mundiales de interés. Por entonces el ministro Cavallo lanzó la llamada Segunda Reforma del Estado, con nuevas privatizaciones -entre ellas, las centrales nucleares y el Correo-, y un severo ajuste de las transferencias de fondos a las provincias. Frente a él, los gobernadores y otros sectores del peronismo histórico afirmaron que había llegado la hora del reparto, de atenuar el rigor del ajuste y de actuar en función de las próximas elecciones. Eduardo Duhalde, que acababa de lograr reformar la Constitución de Buenos Aires para habilitar su reelección, fue una de las voces destacadas en esta campaña de "peronización" del gobierno la crisis mexicana del "tequila".El gobierno de ese país devaluó su moneda, y en un clima de mucha sensibilidad, hubo un retiro masivo de fondos internacionales de la Argentina. Las empresas pudieron superar los problemas derivados del peso, un poco por la fuerte caída de los salarios reales, y otro por la mejora en la productividad lograda por las más grandes, las mismas que, a diferencia del común, podían obtener fácilmente créditos en el exterior.

La deuda extrema creció de manera sostenida, y los 60 mil millones de dólares de 1992 se convirtieron en 100 mil en 1996. Definitivamente, la economía Argentina estaba en terapia intensiva: dependía del flujo de capitales externos, y del humor de los inversores, que desde entonces fue en general malo, y mucho peor durante los años en que se derrumbaron varios de los mercados emergentes. En 1995 terminaron los tiempos de la afluencia fácil de capitales externos y de la consiguiente holgura fiscal; la tendencia dominante fue la restricción, con sus conocidos efectos: suba de las tasas de interés, recesión, penuria fiscal y mayores dosis de ajuste y reforma. El gobierno quedó atrapado entre las exigencias de mayor ajuste, para "cerrar las cuentas", y los reclamos crecientes de una sociedad que iba recuperando su voz; perdió la posibilidad de diseñar a largo plazo, y se limitó a capear la situación, día a día.

El ministro salió con éxito de la crisis de 1995. Inició una nueva serie de privatizaciones, hizo declarar la emergencia previsional y, básicamente, restringió los fondos transferidos a los gobiernos provinciales, que pasaron por momentos de zozobra; muchos no pudieron pagar los sueldos de sus empleados, y finalmente se vieron obligados a realizar su propio ajuste, sacrificando algunas de sus fuentes de clientelismo: venta de empresas públicas y de bancos provinciales, reducción de las plantas de empleados y transferencia a la Nación de sus sistemas jubilatorios. Pero Cavallo quedó en el ojo de la tormenta. Los dirigentes provenientes del peronismo tradicional se hicieron eco del fuerte malestar social, que afectaba sus propias bases electorales; reclamaron contra una política que ahora juzgaban poco peronista y excesivamente apegada a las recetas del Fondo Monetario Internacional. A fines de julio de 1996 Menem lo relevó y lo reemplazó por Roque Fernández, un economista ortodoxo que presidía el Banco Centrad Los "mercados" lo aceptaron con naturalidad y no se conmovieron.

Roque Fernández no tenía pretensiones de político, ni tampoco preocupaciones de largo plazo: abrumado en la ortodoxia liberal, preocupado exclusivamente por ajustar las cuentas fiscales, no se apartó un ápice de esa línea y resistió eficazmente las presiones de todo tipo. Así, subió sin piedad el precio de los combustibles, elevó el Impuesto al Valor Agregado, que llegó al insólito nivel del 21%, redujo el número de empleados públicos y finalmente realizó sustantivos recortes en el presupuesto. Además, impulsó las privatizaciones pendientes: el correo, los aeropuertos y el banco Hipotecario Nacional, y vendió las acciones de YPF en poder del Estado al accionista mayoritario, la empresa española Repsol. Resolvió todo rápidamente, con la única preocupación de mejorar los ingresos de caja.

1997 Tailandia devaluó su moneda

Crisis financiera en Hong Kong derrumbe de la bolsa derrumbes financieros: Corea, Japón, Rusia.

Brasil devaluó su moneda en 1999 agravaron la crisis en la Argentina

El gobierno de Menem llegaba a su fin sin margen siquiera para hacer beneficencia electoral, y debió cerrar su presupuesto con un déficit tan abultado que no se atrevió a declararlo. La desuda externa trepaba por entonces a 160 mil millones, el doble que en 1994.

"1995 fue un año crítico: en varias provincias hubo manifestaciones violentas encabezadas por empleados públicos que cobraban en bonos de dudoso valor; en Tucumán se agregó el cierre de varios ingenios, y en Tierra del Fuego el retiro de las fábricas electrónicas, ante el fin del régimen promocional. Al año siguiente, mientras las organizaciones gremiales —la CGT, el MTA y el CTA- finalmente confluían para realizar dos huelgas generales contra la ley de flexibilización laboral y la política económica, la oposición política -el FREPASO y la UCR— impulsaron una protesta ciudadana: Un apagón de cinco minutos y un "cacerolazo", que fue apoyado por entidades de todo tipo, incluidas las defensoras de derechos humanos. Por entonces cambiaron las autoridades de la Conferencia Episcopal -monseñor Estanislao Karlic, más severo, reemplazó a Quarracino, complaciente con el Gobierno- y la Iglesia empezó a sumar su voz a las protestas.

Al año siguiente los gremios docentes -la CTERA-, que venían realizando infructuosamente marchas y huelgas, encontraron una nueva forma de acción, que resultó muy eficaz: instalaron una "carpa blanca" frente al Congreso, donde por turnos grupos de docentes de todo el país ayunaban, mientras recibían visitas y adhesiones, organizaban actos y hacían declaraciones por la radio y la televisión; en suma, constituían una noticia permanente, y sin el costo de interrumpir las clases. Algo parecido, aunque en otro tono, fueron los cortes de rutas en Cutral Có y Tartagal, localidades de las zonas petroleras de Neuquén y Salta, muy afectadas por la privatización de YPF y los despidos masivos.

"Piqueteros" y "fogoneros" -que también aparecieron en Jujuy, afectados por los despidos del Ingenio Ledesma— interrumpieron el tránsito, incendiaron neumáticos, organizaron ollas populares y reunieron tras de sí a trabajadores desocupados, a jóvenes que nunca pudieron trabajar, a sus familiares y amigos, dispuestos a enfrentar la eventual represión a pecho descubierto, con piedras y palos. Era la movilización de los desocupados, violenta y a la vez reacia a cualquier tipo de acción organizada. El gobierno a veces apeló a la justicia y a la Gendarmería, y entonces hubo violencia, heridos y algún muerto. Otras veces negoció, con los buenos oficios de infaltables curas u obispos. No había mucho para ofrecer, pero los "piqueteros" solían contentarse con poco: ayuda en alimentos o ropa, y sobre todo contratos de empleo transitorio, los "planes Trabajar", con los que se aliviaba la situación.

Este tipo de movilización tuvo imitadores y se acentuó a medida que avanzaba la crisis: estudiantes que cortaban las calles de las ciudades, o productores rurales que realizaban "tractorazos", sumados a algún episodio violento, con ataque y saqueo a los edificios públicos, indicaban un estado de efervescencia generalizado y la reaparición de la política en la calle, como en los años setenta, pero esta vez ante la televisión, que era vehículo fundamental para que la acción tuviera trascendencia y eficacia, pues la espectacularidad fue clave en la nueva protesta.

Menem fracasó, pero logró mantener viva la ilusión casi hasta concluir su gobierno, atenuando el problema del fin de reinado. Además afectó profundamente a Duhalde, que en la campaña electoral tuvo que acentuar su perfil opositor, y presentar propuestas alternativas, poco creíbles y que no conformaron a nadie. Por otra parte, los gobernadores peronistas prefirieron tomar distancia del conflicto y muchos anticiparon las elecciones en sus provincias, para no comprometerse con el destino de Duhalde, que no pudo alinear detrás de sí un partido unido y galvanizado. Como en 1983, el peronismo llegó a la elección de 1999 sin líder, y perdió.

El más novedoso era el del FREPASO, que tuvo un notable crecimiento electoral. Allí convergían disidentes del PJ y la UCR, la Unidad Socialista y otros pequeños grupos provenientes de la izquierda o el populismo; gradualmente se agregaron fragmentos menos conspicuos de la maquinaria electoral justicialista. El FREPASO nunca llegó a tener una inserción territorial comparable a la de los grandes partidos, ni tampoco una organización y reglas de discusión y decisión explicitadas. Fue un partido de jefes. Poco después de las elecciones, el candidato presidencial José O. Bordón lo abandonó; Chacho Álvarez, que tenía gran capacidad para desenvolverse ante los medios periodísticos y definir día a día la línea de la agrupación, quedó como dirigente principal, secundado por Graciela Fernández Meijide y Aníbal Ibarra. El FREPASO entusiasmó a muchos, y fue la expresión de una nueva y muy modesta primavera. Recogió distintas aspiraciones de la sociedad, no siempre compatibles: una renovación de la política y de los hombres, y la constitución de una fuerza de centroizquierda, alternativa de los dos partidos tradicionales. Sin repudiar la transformación económica producida, puso el acento en los problemas sociales que generó y en las cuestiones éticas y políticas: la corrupción, el deterioro de las instituciones.

La UCR pasó la crisis que arrastraba desde el catastrófico final de la presidencia de Alfonsín, logró superar las divisiones internas y obtuvo algunos éxitos electorales significativos, sobre todo con Femando de la Rúa imbatible candidato porteño-, electo en 1996 primer Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Desde 1995 la UCR y el FREPASO concertaron su acción parlamentaria, luego establecieron un acuerdo en la ciudad de Buenos Aires.

José Luis Machinea, del equipo de Juan Sourrouille y con buenas relaciones con el establisante, quedó a cargo del programa económico. La negociación de las candidaturas, aunque compleja, se resolvió exitosamente; hubo una elección interna abierta por la candidatura presidencial, donde De la Rúa venció ampliamente a Fernández Meijide, y un acuerdo para el reparto de las principales candidaturas y cargos. Alvarez acompañó en la fórmula a De la Rúa, mientras que en el justicialismo Palito Ortega se encolumnó detrás de Duhalde; Domingo Cavallo creó otra fuerza política, Acción para la República, para organizar el voto del sector de centro derecha.

No hay comentarios: